La cuarentena y otros rituales del confinamiento

Por: PAULA ANDREA ARCILA JARAMILLO

Con pandemia o sin pandemia los oficios, las artes, la cultura son una lucha individual y de pequeños colectivos que resisten a su manera. Leer mas ....

Ni hablar de los trabajadores independientes, artesanos, contratistas, vendedores ambulantes.

Confinarse,  apartarse,  excluirse,  privarse  de  la  libertad  de  movimiento, encerrarse, encarcelarse, exiliarse, ha sido en la experiencia humana el caso del preso, el loco, el internado, el ermitaño, el monje; una vivencia de renuncia al  mundo  exterior,  al contacto  y  muchas  veces  a  la  socialización  que  tiene como privilegio o condena el espacio para internarse en sí mismo e inventarse las maneras de ser libre empleando la mente, la palabra, la creación, porque de  otra  manera,  sin  estos  rituales,  se  hace  factible  la  locura,   el  “morir  de realidad” entre cuatro paredes, aunque el encierro parece más una condición psíquica que corporal. Casos del encierro en la literatura son numerosos, “El beso  de  la  mujer  araña”  de  Manuel  Puig,  “El  monje”  de  Matthew  Lewis, “Sufrían  por  la  luz”  de  Tahar  Ben  Jelloun,  etc.   Estos  personajes  sufren  el hambre  (de  alimento  y  de  la  carne),  la  oscuridad,  la  dominación,  todos encuentran maneras de resistir.  Ni en Colombia ni en América se nos hace raro el encierro con la cantidad de presos políticos que marcan la historia de las dictaduras y la extrema derecha, los secuestros de las guerrillas que por décadas  vimos  en  las  noticias  y  leímos  en  crónicas  como  “Noticia  de  un Secuestro” de Gabriel García Márquez y “Diario de un secuestro” de Leszli Kálli.

No  obstante,  a  veces,  ¡qué  placer  nos  da  el  sentirnos  atrapados!  y  qué confusión  el  sabernos  libres.  He  ahí  la  contradicción  humana,  que  siente placer y bruma en la libertad. El bondage, es una práctica erótica muestra de ello: el placer de no ser libre. Bondage traduce esclavitud y cautiverio. En este caso, la supuesta sumisión de “la víctima” amarrada, inmovilizada, genera en el verdugo el placer de la dominación, sin embargo, recuerdo una de las frases de la actriz porno Kelly Stafford (en el documental Rocco): “La sumisión no es humillante, ¿por qué debería avergonzarme si soy yo la que gozo?” Aquí el sometido es entonces quien domina al supuesto “verdugo” que simplemente obedece a sus deseos, no ocurre así en otros casos de abuso del poder… (Me he fugado del   tema,   esto   es  producto   también  de   la  cuarentena,   el  boom   de   la pornografía y el negocio de los modelo webcam).

En  todo  caso,  y  volviendo  al  tema,  abogo  por  los  placeres  que  puede ofrecernos este encierro como el cese del trajín diario y del tiempo devorador y amenazante, y la pequeña parálisis del mundo enfocado en la producción y no  en  el  ocio  creativo,  sin  embargo,  el  descanso  con  hambre  no  se  vale;  en Colombia no hay condiciones para el ocio ni para el arte. Con pandemia o sin pandemia  los  oficios,  las  artes,  la  cultura  son  una  lucha  individual  y  de pequeños colectivos que resisten a su manera. Ni hablar de los trabajadores independientes,  artesanos,  contratistas,  vendedores  ambulantes.  No  quiero caer, entonces, en la romantización del encierro ni de nada.

 No  obstante,  puedo  nombrar  otras  virtudes  del  confinamiento  como  la soledad,   la   auto-terapia    obligatoria   del   manejo   de   la   ansiedad,   el descubrimiento  de  las  amistades  que  permanecen  a  pesar  de  no  tener contacto, la invención de trabajos alternativos ante la pérdida o ausencia de contratos, adelgazar o engordar según la suerte, tener tiempo para dormir y soñar,  afianzar  la  empatía  y  la  capacidad  de  ayudar  a  quien  lo  necesita, regresar  a  ser  niños  en  la  interacción  con  nuestros  hijos,  la  activación  de economías como el trueque, el regreso al homeschooling.

 Voy ahora, hacia esos hábitos que son cura y modos de resistencia en estos tiempos y que tienen que ver con la expresividad. Recuerdo el caso de Theodore Kaczynski, el famoso ermitaño apodado Unabomber que desde su choza en Montana, EUA, enviaba cartas explosivas a universidades y aerolíneas, (no les  doy  ideas),  solo  traigo  a  colación  su  caso  para  ejemplificar  este  deseo discursivo   que   acomete   al   “encerrado”;   en   el   caso   de   Kaczynski   se manifestaba  a través del crimen,  los  atentados con  las bombas caseras que construía  y  los  artículos  que  enviaba  a  los  periódicos  para  que  fueran publicados a punta de amenazas. Ese deseo de expresión es algo que chuza en el pecho, en la garganta o en las manos de los confinados, por ello las redes sociales  explotan  en  conciertos,  recitales,  Facebook  lives,  textos,  retos  de publicaciones, maneras de comunicar y dar cuenta de estar vivo a través de mensajes embotellados en la web.  “Hablo para taparle la boca al silencio” decía el poeta Humberto Ak´abal.

 Recuerdo a Theodore Kaczynski no sólo por su cualidad de ermitaño sino por sus tendencias neoluditas, también presentes ahora en las múltiples teorías conspirativas  que  explican  la  pandemia  como  una  invención  a  favor  del desarrollo de tecnologías como el 5G, y la virtualización- control del mundo, la educación y el trabajo.

 Otro  caso  de  confinamiento  está  presente  en  la  absurda  película  española titulada   “El   anacoreta”,   filmada   en   un   cuarto   de   baño   (por   falta   de presupuesto),  e  inspirada  en  “La  tentación  de  San  Antonio”  de  Flaubert. Fernando Tobajas (el anacoreta) decide encerrarse por completo en su baño como negación a la sociedad de consumo, y aunque de vez en cuando recibe visitas no calma su deseo de expresión: envía mensajes dentro de tubitos de plástico  que  arroja  por  el  inodoro,  esperando  que  alguien  los  encuentre. Efectivamente  una  mujer  halla  uno  de  sus  mensajes  y  va  en  busca  del anacoreta. Al interactuar se enamoran, luego ella se convierte en la tentación para salir de su encierro. Los tubitos que enviaba Tobajas recalcan que el héroe del confinamiento es el lenguaje, la heroína es la palabra, la esperanza es que el arte persista durante y después de los tiempos difíciles.

 Me es preciso también hablar de rituales de transición que algunas culturas en Colombia practican y que están relacionados con el “confinar”. En el ritual del “encierro” wayuu,  las niñas en  su transición  a majayut  (señoritas),  son encerradas en su rancho para aprender cómo desempeñarse de acuerdo a su rol  de  mujer  en  la  comunidad.  Les  cortan  el  cabello;  aprenden  diferentes tejidos de sus tías y abuelas; preparan la chicha, ayunan sal y azúcar; toman brebajes de purificación; sueñan e interpretan sus sueños.  Las niñas Tikuna del Amazonas viven el ritual de la pelazón. Al llegar su primera menstruación se les organiza una especie de casita con telas de yanchama en la que durante varios meses reciben consejo y cantos de sus abuelas, donde aprenden el tejido y el cuidado de los hijos. El rito finaliza en una celebración en la que se danza y  se  corta  el  cabello  de  la  niña.  Este  proceso  simboliza  el  proceso  de transformación de crisálida a mariposa.

 Pero no solo las mujeres viven el ritual del aislamiento, también los jóvenes koguis  aspirantes  a  mamus  deben  pasar  por  un  proceso  de  varios  años  de retiro en las montañas, para convertirse en los máximos guías de sabiduría del pueblo y poder responder a inquietudes espirituales o problemas sociales, económicos y ambientales.

El   confinarse   implica,   por   tanto,   transformación   (no   estoy   usando   la insoportable palabra “reinventarse” tan popular en estos tiempos). El encierro ritual  resulta  una  alternativa  para  incorporar  ciertos  hábitos  y  movilizar nuevas preguntas y nociones sobre la vida, y en otros contextos no rituales. Implica cambio en tanto obliga a la mente humana a palear estados de crisis mentales, económicas, sociales. A propósito, resuena en mi cabeza la canción Crystalline  de  Bjork:  “conquisto  la  claustrofobia/  y  solicito  luz/  nébula interna/ rocas creciendo en cámara lenta/ conquisto la claustrofobia/ y solicito la luz/ es la chispa en que te conviertes/ conquista la ansiedad…”

 En el encierro enloqueces o encuentras la manera de no volverte loco, pero la opción  nunca  es  callar.  La  mayajut  teje  durante  su  encierro  y  es  ese  su lenguaje, su chinchorro, su mochila, las historias y los cantos aprendidos de sus mayoras. El poporo se convierte en el canal de comunicación del mamu que se aísla entre las montañas, es su lápiz y su hoja.

 Cada    quien    encontrará    la    manera    de    sobrevivir    ante    esta    crisis multidimensional. Y ante la modernidad, la ausencia de rituales, las crisis de los  afectos,  se vale jugar con  el  lenguaje,  afianzar ciertos vínculos, poner  a prueba y ejercitar la empatía.

 ¿Qué nos ha dejado este confinamiento?, además de las múltiples respuestas que cada quien pueda dar, sé que también sufrimos de pérdida de la memoria. Lo que queda en la mente y el corazón después del encierro se esfumará sin mucho problema. No ocurrirá igual con la recesión que se avecina. La gente sale a las calles, olvida que existe un “tal virus”; olvida la muerte de líderes sociales durante la cuarentena; olvida que adentro de las casas hay niños  y mujeres siendo maltratados; olvida que los niños de las veredas se quedaron sin  escuela  o  más  bien  volvieron  a  la  verdadera  (la  chagra  y  el  fogón); olvidamos  y  olvidamos;  y  así  se  irá  desvaneciendo  el  encierro  mismo.  La gente se des-confinará y se irá de regreso a sus vidas.

CARTA A LA TIERRA DEL ZIPA

Por: PAULA ANDREA ARCILA JARAMILLO

La escultura del Zipa labrada en bronce envejecido, como detenido en el tiempo desde su creación misma, Leer mas ....

es símbolo de una historia perdida en fragmentos, en rumores que se escuchan sobre Chiminigagua, creador del mundo.

En tus parques hay una pretensión de modernidad que no puede ser. La lentitud y la memoria aunque miradas de reojo son la lógica de la tierra de la sal. Los carros van despacio y dejan que los peatones crucen lento las avenidas. No hay andenes, solo bolardos que golpean las canillas de los descuidados. Al llegar a ti se siente el frío del cerro que cae sobre la sabana. Se erige pronto la estatua del Zipa Tisquesusa ofrendando a la montaña, lugar de pagamento para visionar el territorio Muisca; su cuerpo es musculoso, el cabello largo, sus pies y manos están adornados de brazaletes tallados con figuras de memoria antigua, las mismas de los sellos y husos de las mujeres hilanderas.  Lleva una corona de sol, una manta, un taparrabo sostenido por dos discos de oro en los flancos de sus caderas, y el frío que baja por la montaña. El Zipa mira fijamente la vasija de barro que lleva en sus manos estiradas, llena de sal vigua, virgen. El oro blanco.

La escultura del Zipa labrada en bronce envejecido, como detenido en el tiempo desde su creación misma, es símbolo de una historia perdida en fragmentos, en rumores que se escuchan sobre Chiminigagua, creador del mundo.  El Dorado, Bachué y Bochica, suelen ser palabras frecuentes y vacías que resuenan en la memoria de tus habitantes, muchos no saben de la madre primigenia, del sabio que entregó el arte del tejido, ni de los ritos que en tu pecho practicaban. Los nombres de algunos lugares de Cundinamarca (comarca del cóndor, según su origen quéchua) recuerdan cosmovisiones atenuadas por el cristianismo y catolicismo. Chía (Tierra de la luna), Iguaque, Anapoima, Noaima, Facatativá, Cajicá (fortaleza de piedra), Bacatá o Bogotá (límite de la labranza), Bituima (nuestro boquerón), Soacha (sol barón), Subachoque (frente de trabajo), Sesquilé (agua caliente), Zipaquirá (pie del cerro del Zipa). 

En tu tierra habitaron distintos pueblos: Muiscas, Panches y Sutagaos. Recordamos a los primeros por su lengua, el muiscubum, la orfebrería y alfarería, algunas huellas de su pensamiento religioso, y por supuesto, la tradición salinera. La comunidad Chicaquicha era el punto central del comercio donde llegaban tus caminos de sal. En la Colonia los españoles continuaron explotando la riqueza de tu territorio con la fuerza de los nativos poseedores de la experiencia y sabiduría salinera.  La sal hacía parte del tributo —junto con el aguardiente y el tabaco— que las capitulaciones comuneras lograron abolir el 8 de julio de 1781. – “Yo diría que con la sal de Zipaquirá fue bautizada la república”, dice la frase de Lleras Camargo forjada en una placa en la escalera del concejo municipal, a razón de que la sal “financió las campañas libertadoras de Nariño y Bolívar que llevaron a la independencia de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Venezuela”, dicen los historiadores. Así fue como tu gente fue liberada y a su vez esclavizada por la sal.

La tradición salinera Muisca desapareció con la llegada de los españoles y la imposición del método de Humboldt. Los Muiscas tomaban el agua salada que emanaba de la tierra, la cocinaban en vasijas de barro hasta que se evaporaba el agua, luego quebraban los recipientes y extraían los panes de sal que luego trocaban en el mercado y ofrendaban a sus dioses.

La estatua del Zipa Tisquesusa fue construida en tu suelo, al lado de la estación del tren, por Antonio frío, y hace parte de la obra “El sendero de los Zipas”, una ruta de memoria por los hombres que te gobernaron desde 1450: Meicuchuca (1470), Saguanmachica (1470-1490), Nemequene (1490-1514) y Zaquesagipa (1538). Fue polémica la millonaria inversión en “El sendero…”, sin embargo, es claro el símbolo de la ancestralidad que allí se erige, junto con los interrogantes que genera llegar a un pueblo de Colombia donde está el Zipa mirando al cerro en vez de Bolívar a la iglesia católica.

Qué capítulos de la historia se trazan en tus calles, cuáles quieres reconocer, cuáles borrar, qué memoria de la tierra tienen los que te habitan: ¡Zipaquirá, territorio de Bacatá gobernado por el Zipa, hijo de la luna (chie)!

Un zipaquireño que camina la calle del tren dice al mirar la imponente escultura -“esa que usted ve ahí, costó mil millones”; pero nadie parece saber quién fue Tisquesusa, el último cacique de Bacatá que gobernó 24 años (1514-1538) hasta que su muerte dada por un soldado español le cedió el trono a Zaquesagipa, su hermano, cuando llegó Gonzalo Jiménez de Quesada. Mucho menos los transeúntes se preguntan qué lleva el Zipa en sus manos, ni qué era eso que los abuelos llamaban “sal vigua”, sal virgen que hoy no tiene el valor de los tiempos prehispánicos, gracias —tal vez— al proceso de industrialización y la producción desaforada de sal refinada.

 Me espera ahora el camino por La Catedral de Sal. Juego al turista que mira. Subo un cerro que comienza en el museo arqueológico donde se encuentran las piezas de 14 culturas prehispánicas.  Hay un cúmulo de historia bajo mis pies, en tu roca salina. Me acerco a la catedral. El oro blanco de los Muiscas, la imposición colonial, el trabajo de miles de obreros criollos, el sudor de esclavizados, los pasos de miles de turistas extranjeros vienen y se agolpan en mi cabeza. Entro, sus paredes muestran los primeros vestigios salinos como estalactitas, sal blanca y húmeda; luego veo los socavones, cada uno es una estación del viacrucis, trabajo de mineros que durante meses solo vieron la noche, hay estatuas de santos y el olor de la sal húmeda me pica en los ojos. Algo se pinta de un halo de hipocresía, la majestuosidad en el subsuelo, lo bello y lo sublime a costa del trabajo incansable en esta inmensa roca, a costa de los derrumbes, de la luz y de la vida. Adentro, la representación, una vez más, del camino tortuoso de Jesús hacia la muerte.

(En algún lugar entre los santos, aparece una simulación kitsch de la leyenda del Dorado que usa como personajes maniquíes disfrazados). El viacrucis me recuerda cada uno de los círculos del infierno de Dante, donde los mineros, inocentes tal vez, pagaron su pena en el frío y la oscuridad. Paso por túneles que fueron creados con laboriosidad hiriendo la tierra, no como lo hacían los Muiscas, esperando que el agua salada se asentara y se cocinara en el barro la salmuera. Hoy, a través del método de fracking se extrae la sal que esparcimos sobre nuestros alimentos, sin recordar que cada grano era oro de tu vientre.  Algunas tiendas, a la salida de la catedral de sal, venden bolsitas de una sustancia gruesa granulada, como una piedra grisosa que llaman sal vigua, lo más parecido a la sal de los Muiscas.

-“Mami esa sal es muy medicinal, sirve hasta para el dolor de muela, usted se pone ahí en la boca un pedacito, y se lo cura”, dice doña Ema.

 

Cantos de agua dulce y de agua salada, remembranzas ancestrales en el pacífico colombiano

Por: PAULA ANDREA ARCILA JARAMILLO, Cronica

Llegar al pueblo es encontrarse con el pasado de las ciudades abarrotadas de cemento, Leer mas ....

es visitar el lugar donde mágicamente se fusiona el agua salada y el agua dulce, el mar y la selva.

ENTRE LA SAL Y LA BASURA

¡Bello y sucio puerto del mar mi Buenaventura! Cucharas, brasieres, tarros de límpido, gaseosa, recipientes de icopor, tablas y cocos chocan contra las gradas de cemento del puerto, como una depuración que el mar se hace a sí mismo. Como si supiera que no le pertenecen esos objetos, el mar los expulsa de su vientre hacia el asfalto, en alianza con la luna fortalece sus olas y realiza la continua labor de restaurarse, en la añoranza de mantenerse cristalino. Se arrinconan las suciedades para darle respiro a los peces, aunque algunos de ellos por el movimiento constante de los buques, lanchas y el aceite de los motores, se ven obligados a vivir en las profundidades, respiran aún en lugares inusitados del mar, oscuros nichos de vida en donde todavía es posible el oxígeno.

Las suciedades humanas van flotando, y después de chocar contra las gradas del muelle turístico de Buenaventura regresan a la orilla del mar y se van esparciendo con resignación como una estela infinita desde el inicio del muelle hasta donde no llega mi mirada.

Este es el océano que hipnotiza a quienes lo miran, pierden de repente la noción del tiempo porque su pensamiento está en las olas, de pronto me salpica la sal, la mugre en la boca, mientras tanto las mujeres en su serenidad imperturbable y con su carácter asiduo venden arrechón, viche, tomaseca, cocadas y artesanías que servirán de recuerdo a los viajeros del interior del país o lejanos a los secretos del mar. Los hombres venden gafas, pasajes en lancha, miran el horizonte, juegan cartas, beben. Uno de ellos no soporta este calor que se adhiere viscoso a la piel y se lanza al agua, su cuerpo es un poco más oscuro que el mar, marrón suave, se refresca entre la sal y la basura, en el fondo: el agua tibia impredecible del Pacífico.

Para llegar a Guapi, municipio del departamento del Cauca, es necesario tomar una lancha en el muelle que demora más o menos 4 o 5 horas;  se requiere penetrar en las entrañas del mar y de pronto aparecer en uno de los ríos que lo alimentan, y así , llegar por fin a la tierra en que habitaron los indígenas Guapees eliminados totalmente por la colonización, y donde hoy sobreviven descendientes de los africanos, yorubas o lucumíes (llamados así por los españoles) provenientes de Senegal, Sierra Leona o el Kongo, traídos por los europeos para explotar las minas del Pacífico, la principal fuente de oro de Nueva granada.

“…en la liturgia del ancestro/soy el varón elemental/en cópula con la selva / y en guerra con la ciudad” dijo Helcías Martán Góngora, el escritor guapireño conocido como el poeta del mar, nacido en 1920, y tenía razón, pues entre el mar y la selva se encuentra Guapi, apartado a 6 horas de la ciudad y donde sólo es posible acceder por aire o agua. 

Llegar al pueblo es encontrarse con el pasado de las ciudades abarrotadas de cemento, es visitar el lugar donde mágicamente se fusiona el agua salada y el agua dulce, el mar y la selva. Actualmente, Guapi es un territorio con mayoría de población afrodescendiente, sin embargo, en las veredas que lo rodean habitan muchos indígenas caucanos, y en el centro del pueblo algunos paisas han montado sus típicas misceláneas y negocios de ropa.  En la plaza principal de Guapi hay algunos árboles, una cancha de basket y al frente de ella -—como en todo pueblo colombiano— se erige la iglesia.

Aunque ahora tú me adules

vengo de la esclavitud.

Currulao, Makerule,

Makerule, berejú.[1]

 Hoy es 24 de diciembre (2014), al llegar por primera vez a Guapi me ofrecen pipa, coco verde con carne blanda por dentro, ¡una delicia! Como nace el niño Dios, las veredas aledañas preparan una balsada, un planchón de madera de dos pisos adornado con velas, guirnaldas y colores de donde salen mujeres cantando y tocando su guasá, los hombres el cununo, el bombo y la marimba como si surgieran de una cajita de música; la balsada se acerca por el río como un farolito que flota,  al llegar a tierra las personas pueblan las calles de piedra de sonidos de río y mar hasta llegar a la plaza donde continúan tocando hasta el fin de la noche. A las 12 nace el niño y comienza la misa folclórica, da inicio a su sermón el padre “blanco” y responden con dulces cantos las mujeres negras : “aaaaameeen” , de una manera tan afinada y fervorosa como jamás se oiría en el centro del país. El grupo Semblanzas que antes fue llamado Voces de la Marea, ganador varias veces del Festival Petronio Álvarez, ha realizado la adaptación de varios cantos religiosos a la música tradicional. Se canta con marimba, bombo, cununo y guasá el momento de la paz y al final de la eucaristía se despiden con “vaaaamos, vamos pastorciiitos, a ver esa belleza, a ver ese manjar…” al ritmo de bunde. Ahora sí, continúa la arrechera, la rumba; las mujeres que este día han estrenado pinta y se han arreglado el pelo en trenzas, con extensiones o llevan el pelo “lasiado”, salen directo a las discotecas con sus hombres a disfrutá ¡porque estamos en la tutaina!

Tambor: corazón de baobab

Por: PAULA ANDREA ARCILA JARAMILLO

“Caminantes somos, […] de la vida y de la muerte” (Zapata, 2010, p.161) Leer mas...

 “Bastan dos ramitas de matarratón a a Elegba y

 un puñado de sal para que una los caminos

de la vida y la muerte” (Zapata, 2010).

Aunque el tambor hace parte de la sangre de toda la humanidad, porque acompasó el sonido de las primeras palabras, comunicó a pueblos distantes y nos recuerda el pulso primigenio y vital del corazón, podría decir que África lleva a su expresión más profunda la fusión del cuero y la madera. La espiritualidad y el fundamento (añá), que su religiosidad otorgó al tambor batá[1], permanecen heredadas en múltiples expresiones de la música ceremonial y profana de América y el mundo.

El tambor es un llamado, canto y grito, marca el tiempo y con él se crea la danza y la base de toda música, incluso en la que habla en silencio. Cuando llegaron los africanos a América, y específicamente a Colombia en las regiones del Magdalena y el Caribe, los pueblos indígenas originarios también tenían sus tambores, sin embargo, el repique del tambor africano que cruzó el continente —quizá por su ánimo de resistencia o por el grito de retorno a su territorio madre— era más fuerte, y sobreviviendo a la prohibición y el castigo se fusionó con las gaitas koguis y arhuacas para hacer la cumbia. En el Pacífico resurgió el bunde, el currulao y la juga que hoy le cantan al dios cristiano y sus santos.

El tambor, brujo como el baobab o la kora, fue prohibido a razón de ser el principal peligro para el olvido que los esclavistas querían imprimir en los hombres y mujeres negros. El escritor nigeriano Amos Tutuola recuerda que “cuando el tambor comenzó a golpearse a sí mismo, se levantaron todos los que desde cientos de años atrás estaban muertos y vinieron para ser testigos de cómo el tambor tocaba el tambor”. He allí el peligro, darle vida a los bazimu, los ancestros y sus saberes, permitir a través de su sonido la existencia del magara[2]. “Cuando templo mi tambor desde lo alto, desde el cielo me responden los truenos.” (Zapata, 2010, p. 188)

El lenguaje del tambor hacía posible la comunicación de los ekobios[3] de distintas procedencias, pues su mensaje trascendía toda lengua. Como caminantes de la vida y la muerte, tendieron un puente o hicieron un nudo que les permitiese comunicar los dos mundos, el tambor; sin su sonido los bazimu (ancestros) no encuentran el camino de la muerte, se extravían. El tambor guía su sepultura y acompaña los rituales de enterramiento que guían el camino a los muertos y permiten a los vivos escuchar por donde transitan, huellas heredadas en los rituales fúnebres de lumbalú en San Basilio de Palenque y el levantamiento de tumbas en el Chocó, acompañado de los alabaos y gualíes. El lumbalú concibe que quien muere regresa dos veces a la casa donde habitó en vida, por ello todos le esperan con cantos al ritmo del llamador; en el Pacífico, se reza un novenario, pues el alma del muerto está presente aún durante nueve días. Nuevamente vida y muerte son un solo camino. 

Manuel Zapata Olivella, en su gran novela “Changó, el gran putas” publicada en 1983, dibuja la metáfora del tambor en llamas, como rompimiento con el mundo espiritual de África, tejido que el muntu[4] americano debe re-inventar para darle sentido a su nuevo destino.   La lucha entre los dos mundos —esclavizados y esclavistas—se representa a través del crucifijo como arma de dominio colonizadora y el tambor como esencia religiosa del muntu. Esta lucha tiene como consecuencia el rompimiento e incendio del tambor, que a su vez rompe el nudo del magara, teniendo como consecuencia la escisión entre el mundo de los vivos y los muertos, pues sin la alegría del tambor los orichas no reciben a los bazimu que transitan a su morada. “Los bazimu no encontraban a Elegba, los caminos de la muerte nos están cerrados. Yo podría, si tuviera un tambor, dar alegría a sus pasos para que los orichas les reciban glorificados” (Zapata, 2010, p.159)        

El tambor, entonces, no solo otorga sentido a la vida sino a la muerte, de allí que esta última no sólo sea dolor sino alegría: renacimiento, por ello en el lumbalú las mujeres danzan alrededor del cuerpo de su ser querido, y con los gualíes o chigualos se canta alegremente despidiendo a los niños que mueren. Así la música permitía a los esclavizados tener una consciencia profunda de la muerte, la transición al otro mundo en donde habitan los ancestros y los múltiples tiempos, donde no se vende el cuerpo ni el alma. De esta manera el tambor es un festejo, que cura colectivamente el dolor humano a través de la alegría de su sonido.

 La importancia del ritual funerario acompañado del tambor sella de manera armónica la relación entre el buzima (vida biológica) y el magara (vida espiritual); “Más padecen los difuntos sin sepultura comidos de gusanos que los vivos apaleados” (Zapata, 2010, p.165). El golpe del tambor es trance que acompaña el ritual fúnebre y el entierro, por ello, sin tambor no hay ritual, no hay traspaso ni sepultura, así lo demuestra Zapata en su epopeya: “[…] Entonces, desde la Casa de la Muerte donde no he podido entrar por falta de un tambor, regreso para responderle…”, “ aquí en el patio de la casamata, recién roto el nudo del magara oímos hincharse nuevos cuerpos sin que un hijo o un pariente sepulte nuestros cadáveres” (Zapata, 2010, p.159).  

La importancia de morir se da también en la medida en que los muertos puedan crear y actuar sobre los hombres, protegerlos, pero ellos solo viven si existe el ejercicio de la memoria; si los Ekobios no luchan por ella, “la nueva obra nace según los gustos y el mandato del amo quitando a los difuntos la oportunidad de crear, con lo cual es lo mismo que condenarlos a no hacer nada, el peor tormento para un muerto” (Zapata, 2010, p. 181). También los vivos ayudan a los muertos —según la tradición del Pacífico colombiano— a salir del purgatorio a través de las novenas para expiar sus pecados cometidos en vida.

Arrebatarle la vida a los muertos fue la estrategia de los esclavistas para dominar más que sobre los cuerpos, sobre el pensamiento y la religiosidad africana, dominar el magara implicaba una manera de imposición más duradera y alienante; desaparecer la fuerza de los ancestros y la memoria era eliminar también cualquier esperanza y resistencia, pues el magara brindaba la esperanza del regreso, daba claridad sobre el camino de los ekobios como nuevos hombres y mujeres americanos,  y se fortificaban gracias a su kulonda (antepasados que los protegen). Changó exilia pero también promete un regreso espiritual del muntu americano; por ello aclara Zapata Olivella: “Bien sabían los sacerdotes que sin la memoria ancestral, el muntú esclavizado nunca llegaría a ser libre” (Zapata, 2014, p. 29). Con la muerte como camino se halla una diferencia sustancial de la filosofía del muntu y la religión cristiana, la primera tiene que ver con la búsqueda de la libertad humana incluso en la muerte, la segunda, en cambio, en el contexto esclavista, reproduce una moral de sometimiento y culpa. La creencia en Changó permitió la liberación de los cimarrones, pues el muntu, según Zapata Olivella (2010, p.180) “está destinado por changó a rebelarse contra los blancos”; es así como el pensamiento religioso puede en algunos casos liberar y en otros someter.

Además de los tambores ceremoniales que unen los hilos entre la vida y la muerte, al interior del relato de Zapata en Changó, el gran putas, suenan los tambores militares de la colonia que llaman a la inquisición y no a Elegba, y se contraponen a los tambores libertarios.

El tambor fue perseguido, y vedado sobretodo en tiempos de Semana Santa, como narra Zapata: “en estos días de veda los tambores no resuenan como es su costumbre todas las noches en los patios de las haciendas” (Zapata, 2010).  Hoy en día, en el Pacífico colombiano, los tambores guardan silencio en esta misma época, hasta la resurrección de Cristo (el mesías ha muerto y el pueblo está de luto, sufre), como si todavía existiese la veda esclavista que convierte al tambor pagano.

Ocurre así en las comunidades del río Timbiquí, durante esta semana solo suenan algunos bordones de marimba encomendados a San Juan Bautista y a la virgen María, quienes son protagonistas de muchos cantos devocionales de comunidades afrocolombianas; en estos días no suenan bundes, jugas ni currulaos, pues son símbolo de la alegría que sólo debe despertar cuando Cristo resucita.  Pero la semana Santa —en el relato de Zapata— se convierte, a pesar del silencio del tambor, en un lugar simbólico donde resurge África y sus lenguas, y se genera un ambiente de resistencia, pues: “Siempre que hay estas fiestas religiosas la ciudad está en peligro de levantamiento” (Zapata, 2010, p. 197).

El Domingo de Resurrección los hijos de Yemayá invaden a Cartagena regándose por los extramuros del Xemaní, el Cabrero y en donde quiera que hay un tramo de muralla en construcción, una enramada de mangle o la sombra de los almendros.[…] Apiñados frente al altar volvían a encontrarse los balubas, minas, caboverdinos, calabares, regocijándose de poder hablar con el sabor de nuestras lenguas africanas. Las madres lloraban abrazadas a sus hijas y nietos procedentes de alguna mina o cuando el padre reconoce a los hijos dejados pequeños cuando fue vendido a otro amo. (Zapata, 2010, p.196).

El tambor, entonces, invita a la reunión, al baile y al ánimo de rebelión, es contradicción con los mandatos del rey omnipotente que promulga hombres mansos y sumisos, que defiende que el verdadero siervo de Dios es esclavo. Al terminar la semana Santa —en Changó el Gran putas—, de modo contrario a la vivencia de los habitantes del rio Timbiquí, los esclavizados regresan al suplicio cargando una cruz más pesada que la de Cristo, los timbiquireños, en cambio, regresan a los bundes y al currulao, pues ya no hay tristeza y por tanto son libres.

El Padre Claver, presente en la novela de Zapata, deja claro un aspecto, y es que el tambor por sí mismo no significa pecado, sino unido al ritual de comunicación con los ancestros y a los sacrificios-ofrendas a los orichas, “Se puede bailar y aun tocar tambor siempre que no se hagan sacrificios de gallos o de chivos” (Zapata, 2010, p..198), aquí de nuevo se deja en claro que es la espiritualidad que lo acompaña lo que representa un fuerte peligro para la dominación colonial.

El incendio del tambor que ocurre en la novela, marca la desesperanza, el imperio del dios cristiano, así se refleja en el quejido de Sacabuche, otro personaje:

Mientras ellos desde los altos cielos con solo invocarlos descienden para atender los pedidos y necesidades de los amos, nuestros orichas se quedaron en Guinea sin atreverse a cruzar los mares para proteger al muntu que sufre, desespera y muere en esta tierra.

Pero hay una esperanza que si no es el regreso a la madre África, es la respuesta a la creación y el papel del nuevo muntu americano, quien —según Zapata— descubre el sinsentido de reproducir un sistema esclavista y monárquico entre los ekobios como ocurría en su continente, ahora en América los libertos, todos están en la misma condición. A esta conclusión llega el escritor después de narrar que los ekobios al reunirse en un día de fiesta reproducen las mismas dinámicas esclavistas, describen en medio del desfile y el jolgorio: “tres golpes de tambor grande para que entren los reyes, dos para gobernadores, uno del tambor pequeño para los alféreces y nada para los esclavos” (Zapata, 2010, p. 200).  Finalmente toman la decisión de que la reunión de “esclavos” sería un cabildo de libertos, un carnaval sin mandones. Ahora los reyes africanos y sus sirvientes son hermanos que continúan en comunicación con los orichas y se liberan, la espiritualidad los une en la desaparición de las clases sociales; y aunque “en la tierra del exilio, el muntu no es el muntu sino su sombra” (Zapata, 2010, p. 212), este reconoce a través de la ritualidad que reune a ekobios de distintos pueblos y castas sociales, que ya no deben existir relaciones de dominación entre los hombres sino hermandad.  

Así, como del baobab a la ceiba, de los tambores batá al tambor alegre y al cununo, y del balafón a la marimba, del muntu africano nace el nuevo muntu americano que permanece en el tambor y lo resignifica. 

Referencias Bibliográficas

Zapata, Manuel. (2010). Changó, el gran putas. Bogotá: Biblioteca de literatura afrocolombiana.

Zapata, Manuel. (2014). El árbol brujo de la libertad: África en Colombia, orígenes-transculturación-presenciaEdiciones desde abajo.

[1] Los tambores batá son tres tambores de madera en forma de cono, con dos parches, usados de manera religiosa en la cultura Yoruba.

[2] El magara es la vitalidad, plenitud y fortaleza espiritual, que permanece incluso en los muertos.

[3] Nombre por el cual Zapata Olivella llamaba a los nativos de distintos lugares de África.

[4] Concepción de hombre o humanidad en donde coexisten humanos, vivos y difuntos, plantas, animales y minerales, según la filosofía bantú. Muntu es el singular de bantú, es el ser humano y el cosmos.

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